Por primera vez, comprendí que me había sometido a caminar ese laberinto sin fin. Daba vueltas y vueltas, retomando siempre el lugar de inicio.
Ignoraba aquellos signos que me avisaban que el camino por recorrer ya era conocido, que ya lo había visto anteriormente.
Algo me impedía parar. El laberinto me había hechizado: paso tras paso, pie por pie; caminaba hipnotizada por la belleza inigualable de sus pasillos. Ciega iba, dejándome llevar por la brisa que recorría sus angostos caminos.
Jugando a no saber, pero teniendo claro que siempre volvía al comienzo, porque en el fondo no quería avanzar. No quería llegar al final. No quería cruzar aquel laberinto.
Estoy enamorada de este juego y no puedo parar. Sin embargo, renace el terror de que deje de ser gracioso caminar en círculos.