Te cruzaste en mi camino. Te miré, te sonreí pero te esquivé. No me quede ahí para admirar tu presencia. Un magnetismo me hizo seguir caminando, seguir avanzando.
Te volviste a cruzar, volví a sonreír. Pero te perdí esta vez, desapareciste sin que yo me dé cuenta.
Suavemente volviste a aparecer entre la multitud que te rodeaba, esta vez, más brillante que nunca, con un color violacio que me dejó atontada de tanta belleza. No supe que hacer. Y algo te borró de mi vista, de mi mente. Seguí mi camino, tú seguiste en tu lugar. Inmóvil.
Volvió a suceder lo mismo, algo te dibujó en mi horizonte. Yo me acerqué pero no te pude tocar. Tuve que seguir. Estábamos en carriles opuestos y la corriente me llevaba sin poder parar. Sin poder parar ahí enfrente tuyo para tocarte, mirarte, admirarte.
Entre las hojas de otros, entre las ramas robustas, hacías un baile. La brisa que te tocaba crudamente, te movía de acá para allá. Yo, celosa de la brisa, seguía sin poder parar, el destino de nuestros caminos no lo permitía.
Tú contagiabas con tu alegría y con el color de tu copa, el suelo. Lo manchabas, lo engañabas. Pasaba de ser un verde asqueroso a un hermoso violeta azulado. Un color sin igual, un color que ninguna más tenía.
Me llenaste, me contagiaste como contagiaste al suelo con tu alegría, con tu felicidad. Y cada vez que te veía desde mi lejano carril, o cercano en algunas ocasiones, sonreía pero esta vez, de felicidad no cortesía.
Pero nunca tuve el placer de que tus flores sean mías, de que tu cuerpo corpulento lleno de corteza me pertenezca. Porque eras libre, lo sos, y siempre lo serás. Nadie podrá tenerte. Ni siquiera yo.
( Dedicado a mis queridos Jacarandá.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario