viernes, 11 de noviembre de 2011

La palabra; sol.

    Cuando las ideas no estaban claras y parecían vagar como entes inconclusos, errantes, le costaba más pensar. Era en esos minutos de semblante oscuro, de reflexión, sin embargo cuando estaba más convencido de lo que pensaba. El proceso mental, la conversación que mantenía consigo mismo sobre cuestiones tan importantes; como qué es vivir, qué es morir o la sensación reconfortante de un té caliente y un chocolate suave; era clara para él, pero le costaba plasmarla en un papel, con las palabras comunes, aquellas que todos entienden, aquellas que aparecen en un viejo diccionario en desuso.
    Mientras reflexionaba sobre esto, había entrado a una cafetería lúgubre. No sabía si por la decoración del lugar o por la idea de saberse solo, mal acompañado y sin un lugar cálido, donde resguardarse de esa lluvia fría y húmeda, que le calaba los huesos hasta hacerle sentir que no tenía ropa, que no tenía piel; aquel frío Julio porteño le congelaba.

    Frío. Palabras. Palabras, decía y pensaba, tratando de entender por qué eran lo que eran, quiénes las habían hecho, quién le había dado contenido a un continente vacío. Pensaba también, en nuestra inevitablemente dependencia a ellas. Porqué si no existieran, ¿cómo decirle a ella cuanto la quería?. Cómo decirle lo linda que se veía cuando la luz del sol naciente que entraba por la única ventana, iluminaba su mejilla derecha; reduciendo todo su cuerpo a esa minúscula parte iluminada: la punta de la nariz, las pestañas sobre el ojo cerrado, y una boca semi abierta.
     Y de repente se daba cuenta de que, aunque no le gustaba depender de nada, había dos cosas que lo encadenaban. Las palabras, con sus secretos y su baraja de posibles nuevas realidades y la visión (sólo suya)  de ella, su mejilla, y el sol que amanecía en su departamento viejo.
     Volviendo a unos de sus últimos sorbos de un café ya casi frío, ya muy amargo, pensaba que este era el sentido de las palabras (su mente funcionaba como un péndulo). A través de ellas, se puede dar nombre y forma a una realidad que, antes, no estaba o alguien había movido de enfoque. Para los demás, él era Nicolas, era las palabras que decía, las que callaba.
     Estaba de acuerdo consigo mismo, también sobre lo conveniente que sería que algunas palabras no existieran. Desamor, heridas, sufrimiento, despedida. Sí, exclamaba (en voz alta, levantando miradas suspicaces en ese lúgubre bar). Esa era la solución; no nombrarlo. Así, no habría dolor, así no habría nada que no quisiese.
      Con la cabeza un poco más ordenada, o eso por lo menos se había dicho, pagó el café que había tomado y decidía no volver a ese lugar. Así, los cadáveres, las sombras de las palabras que había decidido borrar, no lo perseguirían.
     Cuando llego a su departamento viejo, se sentó en el lado izquierdo de la cama y se dio cuenta. Ahora sabía que por más que no la nombrase, por más que eliminara las palabras que la mencionaban y recordaban, ella seguiría estando ahí, del lado de la cama que entra la luz del sol. Y aunque parecía no estar, las sábanas aún mantenían su forma.
      Maldita, pensaba. Y se preparaba para salir. Por primera vez hace ya mucho, salía con un rumbo fijo, había algo que hacer.
      En su auto, viajo hasta el cementerio.Nunca le había gustado ir porque la lápida con un nombre y un cajón que guardaba sus restos, no eran ella, no estaba ahí. Pero esta vez era distinto. Imaginándola ahí, sentada en la posición que solía adoptar, con un vestido que resaltaba su mirar, le habló.

      Le contó que ahora sabía porque las sábanas cuidaban sus formas, porque la almohada recordaba su perfume. Ya entendía porqué aunque no la nombrará, el sol seguía entrando por la ventana buscando su cara para iluminar. Lo que los unía iba más allá de morir o vivir, dijo como si fuera algo que siempre hubiera sabido.

     No necesitaban palabras para existir. 




(sinsentido)



*Escrito y pensado por Agustina Gallardo, mi hermana del alma y futura periodista.

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